AVISO, este es un cuento bastante largo, recomiendo que tras leerlo escuches
Marcha do Entrelazado de Allariz del álbum "Mayo Longo" de Carlos Núñez
EL GAITERO DE LA MONTAÑA
Erase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un niño que vivía
con su padre en una cabaña muy alto en las montañas, pues eran cabreros. El
chico, cuyo nombre era Mouro, aprendió a tocar la flauta casi sin darse cuenta
queriendo imitar los trinos de los pájaros.
El verano en el que el chico cumplió doce años, su padre lo
llevó a las fiestas del pueblo y allí conoció a un músico errante que tocaba un
instrumento llamado gaita. Tanto le gustó el sonido de la gaita a Mouro que
pidió al músico que le enseñara. Éste le dijo que no podía hacerlo, ya que le
esperaban en otros muchos pueblos, donde ganaría más dinero del que el pobre
Mouro le pudiera pagar por las lecciones. El chico le insistió tanto que el
músico le cambió una gaita vieja por unas pieles de cabritillo, y durante un
día le enseñó cómo tocarla. Desde ese día Mouro practicó cada día con su vieja
gaita, hasta que fue capaz de tocar una melodía sencilla.
Pasó el
año y de nuevo por la fiesta del pueblo contrataron un músico, Mouro pidió
permiso a su padre para poder ir. La decepción porque no fuera un gaitero quedó
compensada por la hermosa música que extraía de su arpa el artista. Durante el
descanso el chico se acercó a saludarle. Hablaron un rato y el arpista pidió a
Mouro que le tocara algo. Quedó tan impresionado que le invitó a acompañarlo
cuando se terminara su descanso, y así lo hizo el chico, que por primera vez
tocaba ante tanta gente.
La fiesta
continuó hasta muy entrada la noche, una vez concluida Mouro ofreció al músico
pasar la noche en su casa. El hombre aceptó gustoso y guardando bien su arpa
subió con el chico a la montaña. A la mañana siguiente, Mouro subió a la
montaña con las cabras y allí dio su acostumbrado concierto a las cumbres. El
arpista, que había dormido hasta muy entrado el día quiso despedirse del
muchacho, así que cargando sus cosas subió hasta el estanque que el padre de Mouro le había indicado, diciéndole que lo esperase allí, ya que antes de
volver a la cabaña abrevaban en él a las cabras.
El arpista
llegó hasta el estanque sin problemas, muy cansado por el esfuerzo de subir una
montaña tan empinada se sentó junto a unos arbustos y sin darse cuenta se
quedó dormido; despertándose al oír unas suaves voces de mujer. Abrió un ojo y
lo volvió a cerrar enseguida, dentro del estanque había tres ondinas que, no
habiendo advertido su presencia, hablaban entre ellas. Planeaban maneras de
poder atraer a Mouro, y llevárselo al fondo del estanque para que les tocara
música. Una de ellas recordaba el día en que la hizo llorar con una de sus melodías.
Los balidos de las cabras terminaron con la conversación y las ondinas
desaparecieron en las aguas del estanque. Entonces el arpista se levantó y
corrió a advertir a Mouro que por nada del mundo se acercase al agua.
De camino a la
cabaña el arpista propuso al chico que se fuera con él, juntos podrían ganar
mucho dinero, pues alguien capaz de tocar la gaita como él, que no había sido
instruido, causaría una gran sensación y si era capaz de hacer llorar a las
mujeres igual que a las ondinas pagarían sumas enormes por tenerlo en sus
fiestas. Mouro le contestó simplemente que no quería dejar a su padre solo con
las cabras, que tenía suficiente con tocar en las cumbres; así que el arpista
siguió su camino solo.
Una mañana
de primavera, subió hasta la cabaña la hija del alcalde, le propuso a Mouro que
aquel año tocase él en las fiestas, que le pagarían por hacerlo. Él accedió y
fue así como aquel verano el pueblo bailó al son de la gaita de Mouro. Tanto
gustaba su música que comenzaron a llamarlo para tocar en otros pueblos. Él
solía ir, cuando se lo permitía su trabajo con el rebaño, pero al no querer
descuidarlo, comenzó a rechazar muchas de las peticiones.
Un día de
otoño, al volver de las cumbres, le esperaba una mujer que no era del pueblo.
Le contó que tenía una hija muy enferma y que desahuciada por los médicos,
procuraba cumplir sus últimos deseos. Uno de ellos era volver a escuchar al
gaitero de las montañas, y recordar lo mucho que había bailado al son de su
gaita la última fiesta a la que había podido asistir. Ante una petición como
esta, Mouro no pudo negarse y tras dejar al rebaño acomodado, marchó con la
mujer.
En la
plaza del pueblo les esperaba un carro que les llevó hasta la casa de la
enferma. La muchacha estaba tan débil que ni tan siquiera podía mantener los
ojos abiertos. Mouro se acercó a ella y le preguntó si había alguna canción en
especial que quisiera escuchar, pero la chica no era capaz de hablar y su madre
le pidió que tocara lo que él quisiera.
Mouro, llenando de aire la bolsa de
su vieja gaita comenzó a tocar una de las canciones que había compuesto con la
ayuda de los pájaros, pues procuraba imitar sus trinos. Dos horas llevaba Mouro
tocando, cuando sintió una fría mano sobre su rodilla, abrió los ojos, que
solía cerrar al tocar, y vio que era la muchacha quien descansaba la mano en su
rodilla, lo miraba con sus hermosos ojos castaños llenos de lágrimas. De sus
labios salió una única y débil palabra: Gracias. Y cerrando de nuevo sus ojos
se quedó profundamente dormida. El padre de la chica lo acompañó a caballo a su
cabaña, dándole de nuevo las gracias por haber cumplido el deseo de su hija.
Una semana
más tarde llegó la noticia. La muchacha se había curado milagrosamente y ya era
capaz de permanecer sentada en una silla durante algunas horas. Con la
primavera la chica fue hasta las montañas. Le traía a Mouro un cordón amarillo,
con flecos y borlas, que ella misma había hecho para que decorara su gaita,
aquella vieja gaita que le había hablado de ríos de montaña, estanques llenos
de ondinas, de viento que jugaba con las copas de los árboles y cumbres de
verde hierba, de cabras que saltaban por los riscos, de aves que sobrevolaban
los cielos, y de pajarillos que competían en tener el canto más hermoso. Todo
eso había visto mientras Mouro tocaba la gaita y una nueva esperanza había nacido en su
corazón.
Muchas
fueron las peticiones para que Mouro tocara en las fiestas. También fueron muchos los
músicos que pasaron a conocer al gaitero de las montañas y le ofrecían unirse a
ellos y recorrer las cortes, ganado dinero, obteniendo fama, tocando ante
reyes; pero Mouro les dejó claro que a él no le importaba en absoluto el tener
mucho dinero, era feliz con sus cabras y su música.
El día que
Mouro cumplía dieciocho años un destacamento de soldados llegó al pueblo y preguntó
por él. Había llegado a la corte la noticia de una muchacha a la que había
curado el sonido de una gaita mágica. Una de las princesas estaba gravemente
enferma y el rey ordenaba que todo aquel médico, curandero o mago acudieran a
la corte a socorrer a su hija.
El alcalde en persona subió a las montañas a
buscarlo y aunque Mouro les explicó que su gaita no era en absoluto mágica, ni
él un mago, los soldados se lo llevaron con ellos a la corte.
El rey le
prometió su peso en oro si era capaz de curar a su hija, Mouro trató de hacerle
entender que él no era más que un simple cabrero que había aprendido a tocar la
gaita de oídas y que su gaita no era mágica. El rey le contestó simplemente que
si su hija no sanaba lo encerraría en las mazmorras por el resto de su vida.
Lo
llevaron a la habitación de la princesa y allí estuvo toda la noche tocando. A
la mañana siguiente vino el rey y al no ver ninguna mejoría en su hija mandó
encerrar a Mouro en la más oscura de las mazmorras.
Dos días
pasaron antes de que los soldados lo sacaran de allí. Aquella mañana la
princesa había abierto los ojos y había pedido escuchar a un gaitero. Lo
dejaron lavarse y le dieron ropa limpia. De nuevo en las habitaciones de la
princesa ésta le pidió cierta melodía que le gustaba desde muy niña, pero Mouro
no la conocía, puesto que no había estudiado con ningún músico. Le pidió
entonces que tocara algo alegre. El chico obedeció y comenzó una melodía que
había inventado viendo jugar a las cabras y que gustaba mucho en las fiestas de
su pueblo. No había llegado a la mitad, que la princesa reía y batía palmas.
Todo el
invierno pasó Mouro en la corte, tocando en todas las fiestas. Conoció muchos
músicos y aprendió muchísimas canciones. Una vez recuperada por completo la
princesa, el chico pidió que lo dejaran volver a su pueblo, pero la princesa no
quería dejarlo marchar, así que le rogó a su padre que no le permitiera irse.
Para impedir que se escapara se le negó la salida del castillo, no pudiendo ir
más allá del patio de armas. La tristeza llenó poco a poco el corazón de Mouro. Sus melodías se volvieron monótonas y estridentes, enfermó aquel invierno hasta
tal punto que un día le fue imposible sacar una sola nota afinada.
Vino a
pasar unos días al castillo, una princesa del país vecino. El rey organizó un
gran baile en su honor, al que trajeron músicos variados. La princesa
extranjera se aburría mucho y su amiga le comentó que había en el castillo un
gaitero que te hacía bailar aunque no tuvieras ganas, pero que por desgracia
estaba enfermo. Esto interesó a la invitada que le pidió que le explicara cómo
había conseguido un músico tan extraordinario. Le narró la princesa toda la
historia, de su enfermedad, de cómo escuchar la música del gaitero le había
devuelto la alegría y por qué había decidido quedarse con él en el castillo.
Su amiga
calló durante largo rato y luego le dijo que no podía entender cómo era posible
que pagara con tanta crueldad el buen servicio que el gaitero le había dado,
que en vez de una condena de prisión en un castillo le habría tenido que
regalar un buen carro y dos caballos con los que recorrer el mundo, llevando su
música a todos aquellos que tenían el corazón enfermo.
Al oír esto la princesa
se sintió tan avergonzada, que salió del gran salón y fue corriendo al cuarto de
Mouro. Se acercó a la cabecera de la cama y tomándole la mano le pidió que la
perdonara, y que procurara recuperarse pronto, pues en cuanto lo hiciera lo
dejaría regresar a su pueblo.
Ella misma lo cuidó los días siguientes,
asegurándose de que tomara puntualmente las medicinas. La princesa extranjera
vino a la habitación y tocó el laúd al enfermo. Cuidado con tanto esmero Mouro
recuperó las fuerzas y al asegurarle el rey de que era libre de ir a donde
quisiera, el muchacho pidió volver a su pueblo.
Una gran
fiesta de bienvenida le esperaba, todo el pueblo estaba feliz de tener de nuevo
a su gaitero de la montaña. Mouro después de abrazar a su padre y saludar a las
cabras, se preparó para dar el mayor concierto para sus amigos. Quedó
gratamente sorprendido cuando vio entre la gente al arpista con el que tocara
hacía tanto tiempo. Aquella noche Mouro tocó todas las canciones que había
aprendido en la corte y todas las que compusiera en la montaña.
Al día
siguiente su padre le explicó que mientras él estaba en la corte se había hecho
cargo del rebaño un muchacho huérfano, que cuidaba muy bien de los animales. Le
dijo que él no entendía mucho más que del cuidado de los animales, pero que
sabía que la vida de cabrero no era la adecuada para alguien con la virtud de
alegrar a la gente del modo en que él lo hacía tocando la gaita. Le dijo que se
fuera con el arpista y recorriera el mundo, no para ser famoso y ganar mucho
dinero, que ya sabía que eso a él no le importaba, sino para llevar la alegría
a toda la gente que sufría, para derretir el hielo de los corazones que impedía
a la gente reír y bailar, que compartiera lo que había aprendido, que siguiera
aprendiendo de otros gaiteros, y que si ganaba tanto dinero como algunos
decían, que hiciera una escuela donde enseñar a aquellos que así lo quisieran.
Y así fue
como Mouro, el gaitero de las montañas, comenzó a viajar por muchos países.
Conoció muchísimos músicos, de los que aprendió a perfeccionar su música.
Alegró los corazones de miles de personas, tanto ricas como humildes. Y cuando
la edad comenzó a pesarle, con el dinero que había ganado abrió una escuela de
música, donde podía aprender todo aquel que quisiera, y siguió viajando,
enseñando y tocando hasta que un día, en el que visitaba el pueblo de su
infancia, decidió subir a las montañas y se acercó al estanque donde daba de
beber a sus cabras. Allí lo esperaba una ondina que se lo llevó a su casa, en el fondo del estanque donde les enseñó a tocar música con su vieja gaita.