Tras un tiempo de infructuosa búsqueda de ilustrador, seguiré en ello, comienzo la entrega de mi último trabajo. Si te entusiasma el tema, eres creativo y te gustaría unir tu trazo a la historia serás muy bienvenido!!
Por el momento aquí os ofrezco el primer capítulo de una travesía de destino incierto.
A Eivioc,
compañero durante tres años,
a Dandy, durante 14,
era más fácil escribir sintiendo vuestro cuerpo al lado,
ahora es vuestro espíritu el que me acompaña.
También a Larita, la poni que tengo amadrinada en A.D.E.
CAPÍTULO 1
NUEVOS GRUMETES
Ereleig, que significa “suertudo” en lengua
kogan, no había tenido mucha suerte en sus doce años. Poco después de cumplir
tres, sus padres murieron en el gran accidente del planeta industrial Girolo,
al día siguiente ya estaba en el orfanato del Sr. Uts. Lo adoptaron al cumplir
cinco, la edad mínima para trabajar.
Durante dos años
trabajó en la granja de los Hanfast. Quitaba malas hierbas, vigilaba las ocas,
limpiaba el establo y otras muchas pequeñas tareas adecuadas a su edad. Al poco
de que Ereleig cumpliera siete años, llegó una hermana de la señora Hanfast con
sus ocho hijos. Como ahora eran muchos para trabajar en la granja, y gratis,
vendieron a Ereleig a un pastor de dadas (probablemente los animales más
simples del universo) que se lo llevó al planeta Gora-Gura.
Trabajar con dadas es
agotador, son muy mansos, pero como son tan simples hay que vigilarlos
constantemente para que no se caigan por los precipicios, no beban agua
estancada, no coman hierbas venenosas y, sobre todo, que no pierdan al rebaño.
El muchacho se levantaba antes de salir el sol y no volvía con el rebaño hasta
que la primera luna aparecía por el horizonte con su verdosa luz. Era una vida
muy solitaria, y el pastor no era nada hablador, así que la mayor ilusión de Ereleig
era tener un amigo. Tras cuatro solitarios años el muchacho tuvo que volver a
marcharse, pues el pastor murió y el nuevo dueño del rebaño tenía su propia
familia.
Enviaron al chico de
nuevo al orfanato, donde al poco lo compraron para trabajar en un hotel. Su
trabajo consistía en cuidar de las mascotas de los clientes. Él sólo sabía
cuidar dadas, pero como era muy observador y tenía muchas ganas de aprender, en
muy poco tiempo era casi tan buen cuidador como Gadre, que era hijo del Gran
Cuidador de Mascotas Real. De haber tenido un poco más de suerte abría sido él
a quien Madame Darog hubiese escogido para cuidar de sus mush-mash pero, a
pesar del significado de su nombre, Ereleig no tenía mucha suerte y Madame
Barog se llevó a Gadre a trabajar para ella.
También fue muy mala
suerte que el bromen de Míster Tadot comiera restos de pez Coshu (que su dueño
había guardado de su cena) y se envenenara; pero Ereleig, que jamás había
comido ningún tipo de pez, no sabía que fuera venenoso para los bromen. El
bromen lo pasó muy mal toda una semana, pero se recuperó. Ereleig acabó en la
subasta mensual de trabajadores sin paga (era una manera elegante de decir
esclavos).
Era sin lugar a dudas
el "trabajador" más joven del lote. Hasta la muchacha de pelo
amarillo le sacaba al menos cuatro palmos de alto. Ereleig sólo se atrevía a
desear que quien lo comprara tuviera otros trabajadores de su edad, así al
menos tendría con quien hablar. Hacia el final de la subasta sólo quedaban él y
la chica de pelo amarillo, y los compradores comenzaban a retirarse. Si no los
compraba nadie tendrían que pasar la noche en la sala, sin nada que comer.
La subastadora comenzó
a recoger el libro, pues los compradores se retiraban y nadie hacía el menor
caso de los chicos. Justo cuando les quitaba el precio entró un corpulento
hombre de rostro rosado con una larga cicatriz cruzándole la mejilla.
-Nidena, ¿Qué precio me
haces por los dos?
- ¡Kunzita, cuánto
tiempo! ¿Aún vas en ese cascarón horrible?
- Te agradeceré que no insultes
al mejor buque del universo. ¿Qué precio me haces si me los llevo a los dos?
-Bueno, por ser tu, 500
gálaxs.
- Son dos niños, no
llegan ni a 100 cada uno.
- No son niños, ella
tiene dieciséis años y el chico doce, y ya han trabajado con anterioridad.
- Entonces mi oferta
serán 200.
- Ya han trabajado
antes.
- No muy bien, o no
estarían aquí. 200 y te ahorras darles de comer mañana.
- Eres insoportable
Kunzita, no sabes regatear. Está bien 200 gálaxs, pero te los llevas tú y ahora
mismo.
- De acuerdo Nidena –
el hombre miró a los chicos- Seguidme, despacio y en silencio.
Ereleig y la muchacha
del pelo amarillo bajaron despacio y calladitos. Al acercarse al hombre éste
les pareció aún más enorme, desde la tarima no lo parecía tanto. Ereleig tuvo que
levantar por completo la cabeza para mirar a aquel hombre a la cara y la
muchacha, aunque era bastante más alta que él, también alzó la cabeza para
mirar. El hombre saludó a la subastera y salió de la sala con los chicos,
callados y caminando despacio, tras él.
El hombre bajó por
calles y callejas hasta llegar al barrio de la ribera, muy cerca del puerto
espacial. Se paró frente a un hostal. Se sentó en una de las mesas al aire
libre y les indicó que se sentaran.
- Me llamo Kunzita Lay-Malone,
soy el segundo de a bordo del mejor buque mercante de varias galaxias. Mi
capitana, Larimar O’brian, me había encargado enrolar un par de grumetes
experimentados. Supongo, por vuestro aspecto, que nunca habéis trabajado en un
barco, pero si mi instinto no me falla, y raras veces lo hace, podré hacer de
vosotros unos excelentes marinos. Bien, decidme vuestro nombre y lo que sabéis
hacer.
Ereleig miró a la
muchacha de soslayo, tenía la cabeza gacha, así que decidió hablar él primero.
- Mi, mi nombre es
Ereleig, tengo doce años y nací en el planeta Girolo. Mis padres murieron en el
gran accidente. He trabajado en una granja, de pastor de dadas y de cuidador de
mascotas en el “Gran Hotel Colchones Excelsos”.
-Granjero y pastor, no
es muy buen comienzo, la vida en un barco no se parece a nada de eso. Bueno,
pareces un chico aplicado, seguro que te acostumbraras. Y no tendrás problemas
con nuestros perros.
La muchacha lanzó un
pequeño grito de sorpresa, tapándose la boca en el acto y bajando la cabeza
avergonzada.
-¿No te gustan los
perros? –le preguntó el hombre con amabilidad.
-Me, me dan miedo
señor.
-¿Por qué?
-Muerden Señor.
-¿Te han mordido alguna
vez?
-Sí señor, unas
cuantas.
-¿Y qué andabas
haciendo para que te mordieran?
-¡Nada señor, lo
prometo!
-Pues me cuesta creer
eso… he, ¿Te llamas?
- Opalena señor. Tengo
dieciséis años y trabajaba en el servicio de limpieza de cloacas, antes como
criada en el caserío de los archiduques de Pema.
- ¿Allí te mordieron
los perros, verdad?
- Sí señor, una de
nuestras tareas era hacer de presas para los cachorros.
-¡Una vergüenza, para cualquiera
que se diga ser vivo! Bueno, tranquila, nuestros perros no te harán ningún
daño. Vamos a comer un poco y luego os llevaré al barco. Esperad aquí un momento,
voy a ver que tienen hoy para comer.
El hombretón entró en
el hostal y al cabo de un ratito volvió a salir.
-Podéis escoger entre
col rellena, trinchado de montaña, col con zanahorias, o ensalada de col.
- ¿De qué está rellena
la col? –preguntó Ereleig.
- De patata, zanahoria
y crema de leche de dada. – le informó Kunzita.
- ¡La col rellena por
favor! – contestó entusiasmado el chico.
- Muy bien, ¿Y tú
Opalena? – indagó el hombre con suavidad.
- Lo mismo, gracias
–contestó la muchacha con un hilo de voz.
Kuncita regresó al
interior del hostal. Ereleig estaba muy contento, hacia mucho que no comía algo
tan rico, le encantaba la leche de dada, tanto la leche sola, como hecha nata,
crema o queso. Cuando cuidaba el rebaño podía tomar toda la que quería. Después
de que lo devolvieran al orfanato no había tenido ocasión de volverla a probar.
La perspectiva de comer bien, después de tanto tiempo aguantando con sobras, le
hizo ponerse a silbar. Opalena alzó el rostro y lo miró sorprendida. Ereleig le
sonrió y se atrevió a hablarle.
- ¡Qué suerte que nos
haya comprado este señor tan amable! – la chica no dijo nada, lo miraba con los
ojos muy abiertos-. ¿A ti también te gusta la crema de leche con la col,
verdad? –la muchacha lo siguió mirando sin responder-. ¿Crees que estará bien
trabajar en un barco?
- No, no lo creo, hay
perros, los perros muerden.
- Pero a lo mejor los
del barco no. El señor Kuncita parece muy amable, a lo mejor sus perros también
son amables.
- Ojalá sea así.
La muchacha agachó de
nuevo la cabeza. A Ereleig no se le ocurría que decirle para que dejara de
parecer tan triste, hasta ahora su vida le había brindado muy pocas ocasiones
para conversar, y aún menos con una muchacha. Kuncita volvió a salir llevando
una gran bandeja, en la que humeaban tres platos. También trajo una jarra llena
de líquido de color amarillento y tres jarras más pequeñas.
- Las señoritas primero
– dijo dejando un plato frente a Opalena, una jarrita, una servilleta y un
tenedor.
- Tu cubierto Ereleig –
y le dejó su plato, jarra y demás-. He pedido citromiel, a ver si os alegra un
poco, también porque parecéis poco vitaminados. En un barco es muy importante
comer bien y tener muchas vitaminas, así no hay problemas con el trabajo.
El hombre les llenó las
jarritas con la bebida. Ereleig cogió su cubierto y lo llenó de col.
-Ejem, ejem – dijo
Kuncita cogiéndole el brazo e impidiendo que pudiera meterse la comida en la
boca-. No te han enseñado muchos modales muchacho, antes de comer se han de dar
las gracias, ¿No?
- ¡Oh, muchas gracias
señor!
- A mí no, dar las
gracias al Universo.
-¿Al Universo? – preguntó
perplejo el chico.
- ¡Gran Generador de la
Energía Universal! ¿No te han enseñado nada en la escuela? – la cara
sorprendida y avergonzada del chico le hizo comprender que nunca había ido a la
escuela, Kuncita se sintió tonto, eran dos niños trabajadores, no se molestaban
en enseñarles nada, bueno a la chica tal vez sí-. ¿Y tú Opalena, has ido a la
escuela?
-No señor, nunca.
- La capitana me va a
echar una buena bronca -para asombro de los chicos el hombre se puso a reír a
carcajadas-. ¡Vaya que sí, una de las gordas! –y siguió riendo mientras los
muchachos le miraban desconcertados.
El hombre sacó un
pañuelo verde de seda y se secó un par de lágrimas de la comisura de los ojos.
Realizó un gesto ante el plato de Opalena, luego ante el de Ereleig, ante el
suyo y con voz clara dio las gracias.
-Gran Generador de la
Energía Universal, gracias por esta comida, gracias por haber encontrado estos
chicos, que todos en todas partes puedan disfrutar de las mismas bendiciones.
¡Que aproveche! –al percatarse de que los chicos seguían inmóviles y
sorprendidos les sonrió de nuevo-. Ya podéis comer, venga que se enfriará.
Hincó el tenedor en la
col de su plato y la comió haciendo grandes suspiros de gusto. Ereleig lo imitó
de inmediato. Al masticar la mezcla entendió los suspiros del hombre, era la
col más rica que había comido nunca. La crema era suave y seguía calentita, en
muy poco el chico había dado buena cuenta de su plato. Opalena se inclinó sobre
su plato. El cabello le cayó, formando una cortina amarilla a su alrededor.
Comió despacio, sin levantar la vista del plato.
Una vez acabada la
comida, Kuncita les instó a terminar el citromiel, así que les llenó de nuevo
las jarritas. Una vez concluido el almuerzo recogió todo en la bandeja y la
llevó de nuevo al hostal, saliendo al poco rato.
-Bien grumetes, ha
llegado el momento de ir al buque, seguidme.
Kuncita se puso su
sombrero y fue hasta una calleja, tan estrecha que podías tocar ambos lados con
los brazos en cruz, hasta unos brazos tan cortos como los de Ereleig; que quiso
comprobarlo y durante unos instantes rozó con las yemas de los dedos ambas
paredes. Al salir de la callejuela pudieron oír el grito lejano de las gavimetas
y los curchos de mar. El terreno comenzaba, en ese punto, una suave pendiente
hasta el mar, por eso la calle que comenzaron a bajar tenía las casas con unas
simpáticas líneas que indicaban al paseante el grado de inclinación, cada vez
mayor, a medida que te acercabas al mar. Kuncita paró ante la última casa de la
calle, que daba a una placita en cuyo centro se había erigido la estatua de una
mujer. Dos calles se abrían en ambos laterales de la placita, una a la derecha
de la calle por la que habían llegado y la otra a la izquierda; en frente comenzaba
un ancho camino, bordeado de moreras, donde a lo lejos se veía un trocito de
mar.
-Ereleig, voy a entrar
un momento en la tienda con Opalena, espero que no tardemos mucho.
El hombre indicó a la
chica que entrara en la casa y luego pasó él. Ereleig se fijó en el cartel que
había sobre la puerta de aquella casa. Pero como no sabía leer, no supo qué
tipo de tienda debía ser aquella. No tenía escaparate, como las del centro.
Apoyó la espalda en la pared de la casa y miró hacia el camino que conducía a
la playa. Se preguntó si podría acercarse a la estatua. Estaba muy cerca, así
que fue hasta ella.
En el pedestal había
una inscripción en letras grandes y redondas, entrelazadas las unas con las
otras. Por primera vez en su vida Ereleig deseó saber leer. Observó la estatua,
no sabía de qué material estaba hecha (era de mármol de Carrara) pero era muy
blanco y bello. Se acercó más para poder tocarla, estaba fría. El chico no
había tenido muchas ocasiones de observar una escultura, lo cierto es que nunca
había estado tan cerca de una y quedó admirado de lo real que parecía aquella
mujer. El vestido era el muy raro, ninguna mujer en Komo vestía así, ni en
Gora-Gura, de Girolo no tenía ningún recuerdo. La falda, muy larga le ocultaba
los pies y en uno de los lados tenía un broche. El chico se acercó aún más para
poder verlo bien. En el broche había unos dibujos muy finos, formando círculos
cada vez más pequeños unos dentro de otros (eran siete en total, pero él no lo
sabía porque no sabía contar) en el centro del círculo más pequeño había un
animal que él tampoco conocía; tenía muchas patas (seis) y un cuerno en la
frente, alas en la espalda y una cola muy rara, como si fuera de plumas.
Ereleig estaba tan ensimismado con aquel dibujo grabado, que no notó al extraño
anciano que se le acercó.
- Es la Dama de Lejos
–el chico dio un salto asustado-. No era de aquí, vino de lejos, nadie supo
nunca de donde. Fue la consorte favorita del Duque. Pero murió a los pocos años de llegar. El
Duque estaba muy triste y encargó a los mejores escultores del planeta Lueny
que hicieran la estatua. Tardaron cuatro años en acabarla, los mismos que ella
vivió aquí. La inscripción es el poema que ella solía recitar en la Fiesta de
Otoño, pero nadie entiende su significado. ¿Quieres intentarlo tú?
-No, no sé leer señor
–respondió el chico-. Y he de volver a la tienda –continuó señalando la casa.
-Yo te lo leeré, haber
si eres capaz de desentrañar el misterio –le contestó el anciano cogiéndolo
firmemente del brazo y levándolo delante de la inscripción-. A mi amada Dama de
Lejos, eso es del Duque, lo que viene ahora es de ella –le aclaró guiñándole un
ojo-. A la luz de la luna roja lo puedes ver. A la Luz de la luna verde sabrás
dónde está. A la luz de la luna nueva lo encontrarás y a la luz de la luna
llena te podría aceptar. Cuando mengue la luna roja déjalo ir. Al crecer la
luna verde vendrá hacia ti. ¿De qué, o quién está hablando la Dama?
En anciano lo miró con
una sonrisa amable, Ereleig no tenía ni la más remota idea de lo que querría
decir aquello, pero como aquel anciano parecía amable quiso ser educado y
contestó lo único que había entendido del poema.
- ¿De la luna, señor?
- Aquí no tenemos lunas
rojas ni verdes.
- De la luna de donde
ella era, quizás.
-Quizás, quizás, te lo
vuelvo a leer, a ver si ahora lo adivinas.
El anciano se lo
repitió de nuevo. Ereleig probó con los colores y el anciano lo volvió a leer.
Ereleig le aseguraba que no lo sabía y entonces le hizo repetir cada una de las
frases hasta que el chico pudo recitar el poema de memoria. Entonces se oyó la
voz de Kuncita que lo llamaba desde la puerta de la tienda.
- ¡Ereleig, por favor,
entra!
El chico se volvió al
anciano para despedirse, pero ya no estaba. Confuso miró hacia las calles, pero
tampoco había nadie allí.
- Ereleig – lo apremió
el hombre-. ¡Ven, rápido!
Sin entender muy bien
qué había pasado, el muchacho corrió hacia la puerta de la tienda que Kuncita
mantenía abierta.
- He visto algo que
puede serte muy útil, pero no sé si te va a venir bien, es mejor que te lo pruebes
primero.
Era una tienda de ropa
y calzado. El tendero estaba tras un largo mostrador de madera encerada muy
limpia. A un lado tenía dos cajas atadas con un cordel y del otro una caja
abierta donde podían verse unas botas de piel muy fina de un bonito color
esmeralda. Kuncita cogió una y ayudó al chico a ponérsela. Comprobó que tal le
iban, eran algo grandes para su pié.
El tendero trajo otra
caja y de ella sacó una bota de color azul intenso que tendió al muchacho.
Ereleig le devolvió la de color verde y se calzó la azul, sin ayuda esta vez,
para satisfacción de Kuncita. Le venía perfecta, así que añadieron las botas
azules al resto de las compras.
-Serán cuatro pesetas
de plata señor Lay, y de regalo un par de calcetines para cada grumete –de
debajo del mostrador sacó una cesta de mimbre llena de calcetines doblados por
parejas-. Escoged el color que más os guste.
Ereleig rebuscó por la
cesta y cogió unos de color esmeralda. Opalena metió la mano con timidez y
cogió los primeros que rozaron sus dedos, eran unos calcetines de color marrón
parduzco. El tendero negó con un gesto de la cabeza y con suavidad le quitó los
calcetines a la chica.
-Estos son de hombre,
mejor que lleves de mujer ¿no? –removió un poco la cesta y sacó unos de un
suave color anaranjado-. Este color te sentará muy bien.
-Muchas gracias señor
–respondió Opalena con un hilo de voz.
Kuncita pagó al tendero
y, entregando la caja del calzado a Ereleig, tomó las del mostrador y se
dispusieron a salir de la tienda. El propietario les abrió la puerta y les
saludó con un gesto de cabeza a los chicos.
-Dad recuerdos a la
capitana de mi parte y decidle que le mandaré recado en cuanto tenga su
encargo, que no lo olvido, ha habido algunos contratiempos, pero llegará tarde
o temprano.
- No lo duda creedme, hasta
la vista señor Rars y gracias por rectificar el color.
- No podía permitir que
una muchacha tan bonita luzca un color tan poco adecuado, le sentará bien una
travesía en la nave. Supongo que si regresa ni la conoceré.
-Todo se andará señor
Rars, todo se andará.
El hombre se tocó el
sombrero a modo de último saludo y salió de la tienda. Los muchachos le
esperaban quietos en la acera, mirando hacia el camino que conducía al mar, al
puerto y a ese barco que sería su nuevo hogar. Kuncita les sonrió, comenzó a
caminar y para sorpresa de los chicos a cantar alegremente.